Tuesday, December 28, 2010

Alboradas y el jengibre navideño en la Moca de antes

¿Qué más puedo contarles a mis nietos, de mi pueblo, en aquel entonces?

Tal vez que, entre mediados de los cincuenta a los sesenta, en el siglo XX, Moca era un pueblo pequeño y encantador, con calles rectas, organizadas en cuadrantes, y casas predominantemente de madera.

Acababa de construirse la iglesia grande (Corazón de Jesús), destinada a ser el centro religioso de mayor envergadura y belleza arquitectónica del país, que hacia pareja con otro, no tan grande (Nuestra Señora del Rosario), pero con vida histórica propia, en la que se vivió el famoso degüello que hicieron las tropas haitianas a una población indefensa, minimizado por algunos, pero que fue una realidad que estremeció en su día a todos.

En aquel lugar bucólico mis retinas retienen todavía la entrada al mercado de los campesinos llegados en sus monturas, provistos de angarillas, y calzados con alpargatas que luego se quitaban.

Traían sus productos a la venta, y llevaban lo que necesitaban para el sustento.

Los centros de la actividad deportiva y social de la ciudad eran el Club Deportivo La Cancha, dónde había siempre una intensa actividad alrededor sobre todo del volibol y de la celebración de pasadías bailables; el Club Recreativo, lugar de encuentro de la élite de la sociedad, cuyo ingreso como socio dependía de sí al aspirante le daban bolas blancas o negras ; el Centro Don Bosco, origen del desarrollo deportivo de la comunidad; y la Escuela Agrícola Salesiana, en la que se formaron eminentes profesionales en la ética del trabajo.

El trajinar de la gente por aquellas calles limpias era monótono, en espera de algún milagro que variara para siempre el perfil del horizonte, plano, siempre plano, aunque con el trasfondo vertical de las montañas, y cambiara el de la propia vida, tan plano como el geográfico, pues la movilidad social era escasa.

Contarles de los paseos al anochecer, después de cena, y de la costumbre del saludo ritual a los amigos que se sentaban en las galerías de sus casas o sacaban sillas a las aceras en busca de la brisa fresca, en medio del reflejo de una luz mortecina.

El ambiente era sin estridencias, acompasado, como detenido en el tiempo, congelado por el miedo.

Si alguna tensión perturbaba el ánimo provenía del rincón político. Los carritos escarabajos del servicio de inteligencia represiva se hacían omnipresentes, portando supuestos dispositivos de escucha electrónica que atemorizaban a todos.

En aquella atmósfera pueblerina donde se tejía la amistad profunda, en algunas épocas del año se escuchaban notas musicales, en medio del sueño pesado de la noche, que se oían lejanas, desafiando el rigor de las madrugadas.

Luego, acercándose cada vez más, se oía el susurro de canciones diferentes que ayudaban al despertar en esas mañanas que se sentían frías.

Era la alborada, a cargo de la banda municipal de música, que hacía un recorrido a pie y en marcha por los recovecos del pueblo, llevando animación, insuflando fuerza a los cansados y estímulos a los deprimidos, logrando el milagro de reconfortar a todos en medio de la angustia causada por el continuo escarbar del aparato de la tiranía en la consciencia colectiva.

Para los muchachos, y quizás para los mayores, qué agradables resultaban las alboradas, en las que se interpretaban canciones populares, apropiadas para la ocasión.

Se luchaba contra la almohada sumido en sueño profundo, escuchando cada vez con mayor claridad aquellas notas musicales que alegraban el espíritu y refrescaban el alma.

Y el despertar sabía a dulce, a guayaba rosada, a fresco, a agua de coco en día de calor.

Ya en el entorno navideño no había nada más estimulante que la costumbre de levantarse, aún oscuro, ir a la iglesia a la misa de madrugada, y al regreso, todavía con el atisbo indefinido del tenue amanecer, disfrutar del jengibre caliente y las galletas de manteca crujientes, untadas de un sabroso pipián, servido en casa de los amigos hospitalarios, que se turnaban en el oficio, con la presencia insinuante de algunas de las muchachas que encandilaban el ánimo.

Cómo no, era también una manera de mantener la cohesión, en medio de la agonía de aquella Era tormentosa, que castró las perspectivas que se abrían a la juventud; de expresar la solidaridad sin ataduras.

Cada mañana, con alborada o sin ella, el despertar llegaba, hecho costumbre, con el sonido recio de las campanas de la iglesia grande, al marcar con insistencia metálica el discurrir del tiempo en cada media y cada hora.

Tam, tam, tam, las tres. Tam, y media. Tam, tam, tam, tam, las cuatro. Tam, y media.

Y así, durante todo el día y noche. Y al siguiente. Y para siempre.

Cada mañana, con alborada o sin ella, el despertar llegaba, con el sonido recio de las campanas de la iglesia grande.



De Eduardo García Michel

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